De la serie negra al policiaco español
Archivado en: Inéditos cine, sobre el policiaco español de los 50
Con un entusiasmo equivalente al encono con que ahora la rechazo, hace treinta años descubrí la novela negra en la biblioteca que le dedicó la queridísima colección Libro Amigo, de la entrañable Editorial Bruguera. En paralelo, asistí a mis primeras proyecciones de los filmes que eran sus pares, casi siempre de la Warner. Aquellos títulos marcaron uno de los primeros parámetros de mi experiencia cinéfila. Por aquel entonces, estos relatos criminales, tanto en la pantalla como impresos, eran objeto de una merecidísima reivindicación. El Cine y la Literatura, con supuestas mayúsculas, los denostaban como al resto de las ficciones de género. De ahí que en el folleto que acompañaba las primeras entregas de El Club del Misterio -una colección que agrupaba a la novela detectivesca en su más amplio concepto- se recordaran los elogios que dedicó Borges, entre otros nombres incuestionables, a estas narraciones.
Ése era el telón de fondo cuando leía a Raymond Chandler -El sueño eterno (1939), La dama del lago (1943), El largo adiós (1954)-, Horace McCoy -¿Acaso no matan a los caballos? (1935), Di adiós al mañana (1949)- o a mi queridísimo Chester Himes -Por amor a Imabelle (1957), Corre, hombre (1960), Empieza el calor (1966)-. Dashiell Hammet nunca ha despertado mi interés. Pero descubrí la serie de Ripley -personaje que por su condición de estafador y asesino objetivo siempre me pareció mucho más verosímil que el clásico detective privado- de Patricia Highsmith con avidez. Aún recuerdo el placer que me causaba enumerar sus adaptaciones cinematográficas. René Clément llevó a la pantalla El talento de Ripley (1955) con el título de A pleno sol (1960); Wim Wenders, La máscara de Ripley (1970) y El juego de Ripley (1974) en El amigo americano (1977). Sé que luego han venido más. Pero el cine negro ya había dejado de llamarme la atención. Atrás habían quedado esos años en que visionaba por primera vez las maravillas de Raoul Walsh -The Roaring Twenties (1939), El último refugio (1941), Al rojo vivo (1949)-, Howard Hawks -Scarface (1932), su adaptación de El sueño eterno de 1946- y el gran Robert Siodmak -Forajidos (1942), El abrazo de la muerte (1947), Una vida marcada (1948)-.
Si no fuera porque leí las propuestas del gran Boris Vian -Escupiré sobre vuestras tumbas (1947), Todos los muertos tienen la misma piel (1947), Con las mujeres no hay manera (1948)- por aquellos mismos años. Al ser unas parodias, diría que fueron éstas las que pusieron punto y final a mi interés por el relato criminal.
Pero hubo un momento posterior -probablemente con el boom de la serie Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán- en que la novela negra, en lo que a España se refiere, pasó del defecto al exceso. Fue entonces cuando a mí dejó de llamarme la atención. Antes muerto que gregario. De ordinario, cuando las cosas se masifican, me dejan de gustar.
Así que cuando el relato criminal se convirtió en una suerte de cosmovisión desde la cual es posible enjuiciar la totalidad del universo -como antaño lo fuera el marxismo o poco menos-, mis lecturas empezaron a ser otras. James Ellroy, al igual que el paquete de autores escandinavos que tanto gustan ahora, me son desconocidos.
En lo que a la pantalla respecta, cuando tuve experiencia cinéfila suficiente como para comprender que toda esa nostalgia del cine negro clásico se remonta a Chinatown (1974) -una de las mejores cintas de Polanski, por cierto-, los supuestos homenajes a aquellas maravillas de los años 40 llegados con posterioridad empezaron a pacerme auténticas faenas, incapaces de ir más allá del mimetismo de la estética de las obras maestras de Hawks, Walsh y Siodmak. Me di cuenta de todo esto con la sobrevalorada L.A. Confidencial (Curtis Hanson, 1997). Incluso comencé a considerar la posibilidad de que tuvieran razón los apólogos del Cine y la Literatura con mayúsculas.
Esa monomanía con la serie negra, que la llamábamos en mis tiempos, ha ido en detrimento del cine y la literatura en general. Sé de varias editoriales españolas que al día de hoy sólo publican novela negra y el género prima en los criterios de edición en general. Tampoco es eso, cabe apostillar. Que la historia de un asesino -cuanto más brutal mejor, sea verosímil o no- o un policía implacable -corrupto o incorrupto-, tenga muchas más posibilidades de ir a la estampa que una novela costumbrista, de entrada, supone que se está privando a la posteridad de una crónica de nuestro tiempo.
A mi juicio, dar noticia de nuestros días a las generaciones venideras es una de las misiones más elevadas de la literatura. Y desde luego que, por más que se pretenda su apego a la realidad, la novela negra suele estar más alejada de ella que la ciencia ficción. En el submundo del crimen, las mujeres fatales son tan infrecuentes como los perdedores románticos, dos de los prototipos del género. De hecho, su protagonista por antonomasia, el detective privado, es un remedo para no molestar a la policía. El detective privado, tanto en España como en Estados Unidos, suele ser un hombre discreto que no va más allá del huroneo en asuntos de infidelidades conyugales o espionaje comercial. Mucho más cerca de Plinio, el policía municipal de Tomelloso de Francisco García Pavón, que de Philip Marlowe o Sam Spade.
Aun admitiendo que policías y criminales sean como nos los presenta la novela negra, si sólo fueran éstas las páginas de nuestro infausto tiempo legadas a los días venideros, sería como si en las hemerotecas sólo existiera El Caso para consultar la prensa del franquismo.
Volviendo al cine, la monomanía con la serie negra hay que entenderla dentro del adocenamiento de la producción actual. Tengo en el western uno de los pilares de mi cinefilia. Quiero decir con ello que no me molesta la violencia en pantalla. A no ser que sea un subterfugio para la precariedad argumental. Verbigracia, La dalia negra (Brian de Palma, 2006), filme deslavazado donde los haya.
En otro orden de cosas, pero no muy lejano, estoy ahíto de cintas sobre la mafia. En los cuarenta años transcurridos desde el primer Padrino de Coppola, las he visto hasta el hartazgo. De modo que decidí cerrarme a estas realizaciones tras certificar el agotamiento de Scorsese en Infiltrados (2006). Con todo, saludé con alborozo el revulsivo que supuso Gomorra (2008), de Matteo Garrone. Mucho más próxima a ese falso documental, que tanto estimo, que al manierismo de las películas sobre la mafia del Hollywood actual.
Y es que mi desinterés por el cine negro, el thriller y el cine de acción en general -a diferencia de mi desinterés por la novela negra, que es universal-, sólo obra sobre la producción del Hollywood actual. Muy por el contrario, siempre que tengo oportunidad de ver un buen relato criminal pretérito, no la dejo pasar por alto.
Dentro de la impagable parrilla de 8 Madrid, de un tiempo a esta parte vienen programando algunos de los títulos más notables de ese brillante cine policiaco español, que en líneas generales se produjo entre Brigada criminal (Ignacio F. Iquino 1950) y A tiro limpio (Francis Pérez-Dolz, 1963). Rodado casi siempre en Barcelona, constituye uno de los capítulos más brillantes de la historia de la pantalla autóctona. A la par que un retrato fidedigno -y esto sí que es encomiable- del crimen en un tiempo y un país donde era complicado dar cuenta de estas cosas: la España de los años 50.
De antiguo era consciente de que A tiro limpio es una obra maestra. No obstante, apegado hasta épocas aún recientes a ese prejuicio ante el cine español que tienen la mayoría de los españoles, nunca quise saber que, con anterioridad a la maravilla de Pérez-Dolz, se habían estrenado un buen número de títulos de los que era culminación. Que la primera de esas películas, Brigada criminal, fuese una realización de Iquino, a mí ya me echaba para atrás. En los comienzos de mi experiencia cinéfila no había más Iquino que el de La caliente niña Julieta (1980), título sin más valor que el de los encantos de las intimidades que mostraban sus actrices.
Pero los treinta años largos transcurridos desde entonces me han dado la amplitud de miras necesaria para apreciar la creación cinematográfica también por la nostalgia, no sólo por su calidad. Así, estimo el landismo por devolverme una imagen prístina de la España en que crecí, no por su valor artístico. Desde esta nueva perspectiva, he descubierto que el verdadero Iquino es el que funda en 1934 Emisora Films, con la que acabará produciendo una buena parte de ese excelente policiaco español. Si me he perdido su Brigada criminal en su último pase en la nunca bien ponderada 8 Madrid fue porque la confundí con la impersonal Brigada homicida (1969), de Don Siegel.
A la espera de poder verla en una nueva emisión, di cuenta hace unas semanas de A sangre fría (Juan Bosh, 1959). Aunque plásticamente se me antoja deudora del polar en blanco y negro del gran Jean-Pierre Meville, hay en el A sangre fría español una impronta de la realidad del país en aquellos días indiscutible. Su asunto trata sobre la degeneración de Carlos. Incorporado por Carlos Larrañaga, el Carlos de la ficción es un muchacho que quiere "salir de pobre". Como tantos jóvenes de la España de aquellos días, también aciagos, que para enmendar su destino desdichado soñaban con triunfar en el ruedo o en el cuadrilátero. Pero Carlos, en lugar de intentar hacerse torero o boxeador, como el Young Sánchez de Ignacio Aldecoa -brillantemente llevado a la pantalla por Mario Camus en el 63-, prefiere pasar a formar parte de una banda de atracadores.
Atracadores son también los protagonistas de la cinta homónima de Rovira Beleta del 61, la primera película que mostró un ajusticiamiento por garrote vil. Si bien Los atracadores sólo toca tangencialmente el ciclo que me ocupa -se pierde sobremanera en sus moralinas y en su didactismo-, es asaz representativa en un aspecto: la colaboración de la policía en estas producciones. Basado en una novela de Tomas Salvador, este inspector barcelonés no fue el único "secreta" que participó en la redacción de estas cintas. De hecho, no es baladí que en Los agentes del 5º grupo (Ricardo Gascón, 1953), una de las producciones de Iquino, uno de sus miembros sea un novelista. Anécdotas a un lado, tengo el convencimiento de la frecuencia con que la policía está detrás de estos guiones y argumentos es un factor muy a tener en cuenta para comprender lo poco que el policiaco patrio topó con la férrea censura de la época.
Apartado de correos 1001 es otra de las joyas de Emisora Films. Dirigida por Julio Salvador en 1950 cuenta con un guión de Julio Coll y Antonio Isasi. Si bien este último, ya en los 60 y 70, derivara hacia las coproducciones internacionales de acción y ajenas al ciclo, Coll será el responsable de otro de los grandes títulos del paquete que nos ocupa: Distrito Quinto (1957). Su trama, en la que algunos comentaristas han ido a ver un precedente de Reservoir Dogs (Quentin Tarantino, 1991), gira en torno a la espera de unos atracadores de la llegada de su jefe. El capo, de quien se han separado en la huida, también tiene el botín que acaban de sustraer de una fábrica. Todos ellos son rateros y carteristas de poca monta a quienes el golpe les viene grande. Construida en base a distintos flash back, en los que cada uno de ellos evoca la forma en que Juan (Alberto Closas), el jefe, entró en su vida, la cinta está localizada íntegramente en un piso de realquilados del Distrito Quinto de la Ciudad Condal. Esto la da un aire teatral que me molesta, la contaminación teatral es una de las cosas que más aborrezco en el cine. Pero pesa más la inteligencia de su asunto. Por momentos me ha hecho recordar la espléndida La casa del juego (1987), de David Mamet.
A Coll también debemos Un vaso de whisky (1958). Más próxima al drama a decir de algunos estudiosos, según otros fue la primera cinta en la que su músico, José Solá, introdujo el jazz en estas producciones. Vistas ya la mayoría, mi favorita, junto con A sangre fría, sigue siendo A tiro limpio. Lo más curioso es que tras el golpe de Martín (José Suárez) y sus compañeros, quienes se van matando entre sí a medida que se ven acorralados por la policía, resuenan unos atracos muy sonados en la Barcelona de los años 50: los llevados a cabo por miembros de las Juventudes Libertarias venidos a tal fin desde Francia.
Y si dichas resonancias fueron insólitas en la España de la época, no lo fue menos el tiroteo final, en la estación del metro barcelonés de Lesseps. Toda una Secuencia con mayúscula que hoy consta en los anales. Lástima que A tiro limpio pusiera fin a todas aquellas películas.
Publicado el 12 de junio de 2012 a las 10:00.